Carlos E. Vallejo.
Todas las mañanas camino de mi trabajo, en el escaparate del anticuario “La joya de Berlín” entre todos los cachivaches que ofrece, destaca detrás de una máquina réflex del siglo pasado, una tetera carmesí que me tiene el corazón robado.
Ya hace tiempo que Stefan, aprovechándose de mi deseo, me falto el respeto, pidiendo mucho más de lo razonable.
Esta mañana, un escalofrío me heló el cuerpo cuando un folio improvisado, escrito con el sofoco de la sorpresa, decía: “Cerrado por defunción”.
Me alegré, aunque esté mal reconocerlo. Por fin tenía una nueva oportunidad de hacerme con la tetera carmesí.
Alina, la limpiadora de la oficina, que también echaba horas limpiando el anticuario, me comentó que un sobrino de Stefan vendría a liquidar el establecimiento.
No tuve paciencia y le robé las llaves de la tienda del bolso.
Ese mismo viernes, después de una cena ya programada con unas amigas, volví al trabajo, cogí una linterna, unos guantes de látex y me dirigí a la finca donde está el anticuario. Tiene una entrada desde el portal. No me fue difícil llegar al escaparate.
Allí estaba brillando en todo su esplendor, esperándome.
• !Tranquila mi vida¡, Mamá ya ha llegado a por ti.
La cubrí con una tela de seda verde y entró por fin en mi mochila.
El lunes, Alina estaba completamente sofocada buscando las llaves de la tienda. Las tiré en una cloaca de la calle, sin importarme lo más mínimo, la expulsión de la rumana de su trabajo en el anticuario.
El elegido fue un té de hibisco, jugó de de cálices de la rosa de Jamaica que me inició en un trance místico, donde toda mi codicia fue absorbida por la tetera carmesí que se tiñó en negra.